martes, 10 de junio de 2008

Máscaras Tristes


Ayer mientras medía las acciones de la noche, luchando con la puerta de la almohada que llevaba hacia la entrada del mundo circense, vi por primera vez las mascaras tristes.

Me acompañaba entonces Memé pernoctando por el submundo donde se pierden los sueños y rellenando el espacio con cháchara sin sentido y razón. Ese circo escondido era especial y pinceladamente bizarro. No podíamos derrochar un banquete visual de semejante estilo, nos sentamos en la carpa principal y sumergidos entre payasos y marionetas sonrientes desentrañábamos las historias de cada uno de los protagonistas que actuaban ante nuestros ojos.

Era un desfile interminable de cabriolas y colores, hermosas vanidades prestadas al orgullo del portador. Eran máscaras de distintos tones y colores, bonitas, horribles, diminutas y magnánimas, su gran magia consistía en que los que las usaban, eran quienes querían (o decían) ser.

Estaba la acróbata estilizada que con su cara maquillada escondía los golpes brutales de su marido, la máscara tapaba su amargura, tendida en la cuerda floja de su mentira se balanceaba de un lado al otro, buscaba siempre de manera rebuscada un aplauso. Yo la miraba extasiada, contemplaba cómo creaba un cielo de tergopol en un infierno, veía la trama de la manera más apasionada junto con mi compañera. Nos intrigaba la manera en como sobrevivía: de la misma forma que las polillas en un ropero con naftalina. Era un espectáculo maravilloso de idas y venidas de gritos y violencia junto con mentiras con aroma a country caro. Sin embargo, tanto mi acompañante como yo sabíamos el final, la luz se acababa, y la bailarina cansada de tanto maniobrar se tiraba de la cuerda floja.

Estaban también las hermosas nenas, las brillantes caretas, con sus extensiones que chocaban el piso y con su suave contonear se mueven en la gran pasarela. Se maquillaban felices, se perdían felices, se emborrachaban felices y vomitaban lo feliz de su enfermedad. Puro júbilo, pura banalidad, pura mentira a la carta. Las máscaras nos contaban otro cuento. No podía haber otra cosa más que eso para esta suerte de muñecas inflables, las encarcelamos en ese mundo, les pavimentamos su universo y una a una les sacamos las miguitas de pan que las iban a llevar a casa, encerradas en su pequeño mundo quedaron atrás en la laguna etílica. Sus caretas brillantemente lastimosas, me pedían a gritos que las alabe – el glamour es la regla y la pena no está dentro de nuestro cánones – terminaban de implorar, y en la misma nebulosa de brillantina y ceramidas en las que aparecieron se desvanecieron a donde habita nuestro olvido.

No hubo intervalo ni final, no planeaba haberlo. Solo un adiós y una máscara para el espectador.

Belén Cianferoni...

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