domingo, 17 de agosto de 2008

Olivia

sábado, 16 de agosto de 2008

Me presento soy Violeta

Hola esfera cibernética, soy Violeta amiga de Belenchus, en este momento se encuentra mariconeando haciendose la EMO, y por lo tanto me encargo de su blog yo.

Elegí estos diferentes cuentos (Chesterton y Cortazar), y este artículo de Gelman lo dejó belen para un tal mauricio rey de poemas casi grises, no me explicó el porque solo que lo ponga.

El último es un artículo sobre galeano y los cafés, los que conocen a la dueña del blog, y saben de su triste adicción a los amigos y a tomar café en lugares de mala muerte sabrán entender.

El arbol del orgullo es fantastico, es de GK CHESTERTON, en la proxima escribo su biografía, y conducta en velorios es de JULIO CORTAZAR, el favorito de Belén, le pongo para subirle el animo.

Yo me enteré de la existencia de cortazar con este cuento cuando tenia quince años y murió mi mama, mi abuela Teresa me dijo que bien podía leer y algo....
Nose... igual me sentia triste.
Era Cortazar y todo eso pero aún así....
No reemplaza a mi viejita.

Chauchis, y espero que disfruten mientras estoy regenteando este blog.

P.D: Mejorate loca! No se acomodar estas cosas, espero que me entiendan nomas

Aún hay mas de cien poetas desaparecidos



Noticia de Archivo - 21/07/08 - Diario El liberal.

JUAN GELMAN - Escritor argentino

Monterrey (México), EFE. El escritor argentino Juan Gelman, Premio Cervantes 2007, afirmó en México que en su país continúan desaparecidos todavía más de 100 poetas como consecuencia de la última dictadura militar (1976-1983). “Asesinaron a muchos y grandes poetas, como Miguel Ángel Bustos y Francisco Udón, y últimamente haciendo un recuento resulta que hay más de cien poetas desaparecidos, unos jóvenes que empezaban y otros muy conocidos”, dijo Gelman en conferencia de prensa. El poeta acudió a la ciudad norteña de Monterrey para presentar en la Universidad Autónoma de Nuevo León su libro “Los Otros”, una selección de obras que escribió bajo seudónimos. El literato, quien perdió a su hijo y nuera en la dictadura, y después de una larga búsqueda halló a su nieta, comentó que en esa época sufrió “pérdida personal, de amigos, de companeros que desaparecían diariamente y en cantidad”, y recordó que cuando salió al exilio no pudo escribir durante cuatro anos. “Vivía en un país con otra lengua, otra gente, lejos del mío, pasaban cosas terribles, el choque me cohibió por cuatro anos”, rememoró Gelman. Por otro lado, rechazó que un poeta tenga que hacer poesía “comprometida” con causas políticas o sociales. “La tarea del poeta es hacer poesía, cada poeta es ciudadano y como ciudadano puede ser militante de una causa o no”, afirmó el escritor argentino. Mencionó que son dos planos distintos y que “una cosa no obliga a la otra”. “Si todos los militantes escribieran poesía, se imagina el desastre, lo que sucedería”, precisó. “A mí lo que me gusta no es la poesía comprometida, sino la poesía casada, casada con la poesía”, concluyó Gelman.

El árbol del orgullo

Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales, sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo éste, que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.

Conducta en velorios

No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco, pero implacablemente. En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia está en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común, mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento, mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd.
Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de abotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ú0ltimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible, pero sin brechas, decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío, el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas, que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes

Galeano y la universidad del café...

Cuando lo llamé a Ricardo Ragendorfer para que empezáramos a armar la redacción de Miradas al Sur, nos encontramos a tomar café y me dijo: hubo un tiempo donde los diarios se hacían en los bares. Galeano se formó en los cafés de Montevideo, en esos grandes, de estilo, que poblaban la avenida 18 de Julio al igual que las librerías donde se encontraba a Julio Cortázar, Carlos Fuentes y José María Arguedas junto a José Carlos Mariátegui, Ernesto Guevara, Carlos Marx o Mao Tse Tung. En los cafés se formaron pensadores y militantes. Galeano advierte que están en extinción. La cultura del café es un ritual sencillo, consiste en juntarse con otros a cultivar la amistad, a integrarse, a gozar de la historia que nos cuenta otro, “sin plazos y sin temas” al decir de Galeano. La cultura del café es ampliamente democrática, ahí se practica la tertulia, con asistencia del erudito y el caradura, del fantasioso y el que perdió el trabajo. Todo por puro gusto y amistad, al módico precio de las ginebras o los cafés. Yo tuve por primera vez en mis manos esa obra básica llamada “Las venas abiertas de América latina” a los 18 años. Pensé, imaginé que su autor debía ser un erudito salido de grandes universidades. Tenían que pasar los años para entender al Galeano que llegó a las letras y al periodismo con la misma naturalidad con la que fue obrero en una fábrica de insecticidas. Tenían que pasar los años, sobre todo, porque ahora el paisaje urbano es demasiado otro: cada cual va al boliche que le corresponde a su territorio. Los motoqueros toman birra entre ellos en las veredas de Constitución, mientras que los muchachos y las chicas de clase media alta van a bares discretos -y caros- en barrios elegantes. Cuántas historias se pierden en el camino cuando no podemos integrar la diferencia. El dictador Francisco Franco, al restringir la libertad de reunión, prohibió los encuentros de cafés en España. Para los falangistas, los bares eran un semillero de republicanos y anarquistas. Si no cuidamos nuestros cafés y nuestra cultura de integración, ¿no corremos el riesgo de que muchos potenciales Galeanos se queden sin contarnos la Historia?

cerrado por luto

Lo nuestro no fue mais bahiano.........


espero tu msj



mientras tanto mando todo a la mierda..................................................................

Hay que ser realmente idiota para...

Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.
Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo.

Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforescente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.

martes, 12 de agosto de 2008

La gente tiene mania con el tiempo



Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Instrucciones para dar cuerda al reloj

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.
¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.


miércoles, 6 de agosto de 2008

Eugenia en mameluco......


Cuando eugenia nació, solo buscaba canciones rockeras para darle, de los redondos, con pappo, kiss, que se yo, tantas canciones que llenarles los oidos . Era una forma muy autoritaria de hacerla escuchar música (y supuestamente cultivarla con un mundo ajeno a su inocencia) y mientras crecía (cabe acotar tenia quince años y era una punkoide depresiva), pero luego de escuchar la vocecita de mama cantarle María Elena Walsh, es como si de la nada me hubiera sacado de lado esa estupidez autodestructiva típico de la pendejez.

Que magnifico que era verla a mama acunando a eugenia con Osias el osito mameluco....

Estos son videos que le gustan a Eugenita y que siempre le cantamos a coro con mama en el desayuno, en el almuerzo, en la merienda, en la cena y cuando tenemos tiempo de desafinar juntas....

Es por el dia del niño, para la niña de mi mama, para las niñas de mis hermanas, para el nene que juega con el botecito que es mi hermano, para el niño que vive en bahía y que se olvida de su santiagueña, para el niño que aprende a manejar cuando tiene ocho años, para el niño que aprendió a andar en avioneta y se perdió en el Sarah y a al niño que una vez fué León Walras...











lunes, 4 de agosto de 2008

SABINA Y FOGWILL

Pone play y seguí leyendo. Pra você...

boomp3.com

LLamandonos... Mr. Fogwill : Publicado en Don Nº3, diciembre de 1984 y en "Muchacha Punk" en 1992, Editorial Planta.

Y NUNCA MÁS VOLVIMOS A ENCONTRARNOS después de la famosa charla telefónica. Puse famosa porque durante mucho tiempo aquella charla fue famosa para nosotros, y porque aunque ahora ya no hablamos más de ella –porque no hablamos más– ahora siguen hablando de ella sus amigas y los novios de ella y de sus amigas. Todos hablan, la nombran; todos siguen imaginando aquella charla de mil maneras, con mil distintos desenlaces y por mucho tiempo más, pienso, seguirán charlando todos y comentándose la charla.
Pero aquella charla es más famosa para mi corazón, porque desde entonces nunca más ella y yo volvimos a vernos. ¿En Buenos Aires? ¿Es posible que en Buenos Aires, dos, nunca más hayan vuelto a encontrarse? Sí: es posible. Ni nos vimos, ni yo la vi, ni creo que tampoco ella a mí me haya visto.
Pero desde hoy serán las dos famosas: la charla y ella. Voy a nombrarla, se llama Diana Rivera Posse y fue mi amante por un tiempo: tres meses. Es una mujer alta, de ojos notables y manos grandes y ahora va a ser famosa por esta historia de la charla telefónica que comienzo a contar.
Diana: fuimos amantes por un tiempo. Nada serio. Nos encontrábamos algunos viernes. Salíamos a comer. Recuerdo que comimos en el antiguo restaurante japonés, en Bistró, en el griego de Córdoba y Montevideo y en la cantina El Viejo Pop de Mar del Plata. Dormimos juntos algunos de esos viernes –nada importante– y tres noches seguidas de aquel fin de semana largo de abril que nos fuimos al mar. Por lo demás, nos vimos poco. Algunas mañanas llamaba a mi oficina: "estoy libre", decía, y yo a veces arreglaba una cita, fingía un almuerzo de negocios y corría a abrazarla en mi piecita por unas horas. Era otoño: algunos mediodías de calor salimos apurados y sin bañarnos y al caer la tarde, en la oficina, yo sentía subir del saco olor a ella, olor a mí y olor a ensayo de bailarinas y perfumes mezclados.
Algunas veces la llamé yo. Atendía el padre o la madre y nos citábamos en un café después de la comida. Esas noches nos besábamos en el auto pero no nos acostábamos: ella debía levantarse temprano para sus clases y yo andaba arrastrando mis ganas de olvidarme de todo y sentarme a escribir. Llamo a esto escribir. Y ella ahora será famosa: todos sabrán desde hoy que en la fiesta de Caride nos acostamos en uno de los dormitorios del segundo piso con Equis –esa actriz peronista– y que enseguida se agregó a nuestro grupo Marcelo Siano, que trabaja en Wrigley's y puede atestiguarlo, y que más tarde se vino con nosotros Gonzalo Roca trayendo una botella, y que más tarde los tres hombres nos sentamos a beber directamente de la botella de Chandon, mirándolas a Diana Rivera y a la estrella peronista que jugaban a morderse y hacerse marcas como gatas mientras el novio (el que había sido su novio hasta poco antes y que me dicen que ahora ha vuelto a ser su novio) bailaba en el living de la planta baja.
No sé por qué, siempre los novios verdaderos bailan cuando las mejores cosas están sucediendo en la realidad. Me lo imagino ahora al novio bailando en algún otro lugar, musical, elástico, y sabiendo que desde hoy tiene una novia famosa: Diana. Dudo que ella lo ame.
Ni a mí me amaba. Fuimos amantes, pero no nos amamos hasta la vez de aquella charla telefónica. Me había llamado ella. Era domingo; yo estaba trabajando, cansado, y necesitaba liquidar un informe para la edición de la tarde del lunes. Ella quería que le hablase. Conté qué estaba haciendo, qué había hecho la noche anterior y lo que pensaba serían mis planes para ese día y el siguiente.
Quisimos vernos. Casi acordamos una cita, pero después dije que no, que nos veríamos el martes, que fijaríamos la cita durante la mañana del martes.
Y yo hasta aquel domingo nunca la había amado, pero esa vez la amé:
–¿Y si nos vemos en Fred's el martes?– sugería ella.
–Sí –dije–. Puede ser. y si no, te llamo a la mañana...
Y así comenzó todo: ella dijo que mis palabras la tocaban.
–¿Cómo? –pregunté .
–Me tocan –dijo ella–. Siento que me tocás: Me tocan.
Quise saber, pregunté más.
–¿Dónde te tocan?
–Ahí –contestó–, me están tocando ahí...
–Tocame vos –pedí y ella dijo que era "precioso".
–No –le dije–. Eso no me toca.
–¡Sos hermoso y precioso! –repitió.
–Tampoco toca –dije.
–¡Sos asqueroso! –probó ella.
–¿Cómo asqueroso? –pregunté yo, sintiendo algo.
–¡Como un sapo asqueroso y hermoso! -contestó.
–Puta –le dije y averigué–: ¿Te toca si te digo puta?
–Sí –dijo como un suspiro–. ¡Sí! Y cuando te hablo yo... ¿Te toco?
–No, vos no. Me toco solo. Yo, me toco –anuncié–. ¿Te toca?
–¡Baboso! –ella me dijo y:
–Tortillera –le dije yo, sintiendo que respiraba fuerte, y más (pidió que le dijera más) y yo dije "baba", "rata", "gata", "tortillera" y también que la estaba tocando:
–Te toco entre las piernas con un teléfono asqueroso negro –amenacé.
–¿Sucio? ¿Enchastrado? –indicó ella.
–Sí –le juré y entonces me di cuenta que ella estaba jadeando de verdad.
No entendía por qué; quise saber:
–¿Te estás tocando, vos...?
–No; vos me tocás. ¡Cuando hablás me tocás! –susurró ella.
–¿Será porque me toco...? –Supuse y probé: –¿A ver?
–Ahora sí –decía ella–. ¡Ahora no... ! ¡Ahora... sí!
Y acertaba siempre y jadeaba. Jadeaba más cuando decía que sí, y creo recordar que también acertaba siempre: si yo tocaba, ella decía que sí y sentía. Pero ¿dónde?
–¿Dónde? –le volví a preguntar.
–Ahí, te dije, ¡ahí...!
–¿Cómo?
–Como si yo tuviera un...
–¿Y no tenés, acaso, un...?
–Sí, pero uno igual a vos. ¡Uno igual...! –exclamó y entonces jadeó más y le dije que pronto cortaríamos la comunicación y ella dijo que también cortaría al mismo tiempo, y estoy casi seguro de que también esa primera vez cortamos juntos, al mismo tiempo.
Desde entonces no volvimos a vernos; nunca la vi, y creo que ella a mí nunca me vio. El martes, cuando la llamé desde la oficina, dijo que no quería verme. "Nunca más", dijo. "Hablame". Entonces ese mediodía fui a mi piecita y desde ahí la llamé.
Y seguimos llamándonos muchas veces. Siempre juntos, al mismo tiempo, hablábamos. Adivinaba ella cada vez, decía "sí" al tocar, como suspirando y yo también sentía que sus palabras me tocaban y eso, –ahora puedo reconocerlo–, lo aprendí de ella, pero solamente me sucedió con ella.
Siempre hablábamos. Siempre llamaba ella, a veces yo. Me sucedía una cuestión de orgullo: esperar a que llamase. Siempre llamaba ella, y si yo pasaba lejos de la piecita varios días entonces calculaba que ella había estado tratando de llamarme, y la llamaba yo. "¿Llamaste?", preguntaba. "¡Sí!", decía ella, "...pero no contestabas".
¡Cuántas veces tomé el tubo del teléfono y dije: "hola" con el tono de voz que bien sabía que la tocaba y me sorprendía alguna voz distinta preguntando por mí, por "señor Fogwill", como si el que había pronunciado aquel "hola" no hubiera sido yo!
¿Cuánto duró? Tres meses, cuatro. Para entonces, nuestra charla había comenzado a volverse famosa. Las amigas... Algunas me llamaban, decían un nombre falso, y me pedían que hablase, pero no era lo mismo. Sólo con ella –vuelvo a nombrarla– sólo con Diana, las cosas solían producirse de aquel modo. Y después todo se derrumbó. Una sola vez que nos falló, dejamos de llamarnos. Cuestión de orgullo, o miedo de que ya no pudiera tocarla con mi voz. Como ella no llamaba, tampoco llamé yo. La última vez que hablamos. sintió mi voz y dijo no, que ahora tampoco, que ya no sería más posible, que nada más valía la pena, y que ya todo se había terminado.
¿Terminado?
Ahora que todos hablan, ahora que hasta han escrito una novela con nuestro tema, ahora que todos saben la historia de la famosa charla y ahora que ella también ha comenzado a ser famosa como la charla, dudo que algo haya terminado. Creo que algo comienza: pienso que escribo y que ahora todo lo escrito vuelve a tocarla a ella y entonces vuelve eso a tocarme a mí, como un reflejo, y siento que es mejor que hayamos dejado primero de vernos, y después de hablarnos, porque hay nuevas maneras de hacernos eso, contárnoslo, mostrando a todos la verdad de lo que es nuestro amor, esta nueva manera, el mejor modo de nuestro amor.
A las amigas, a los novios de ella y de las amigas, y a todos los que escuchen en cualquier parte sus famosas grabaciones de nuestras charlas, se les formó una idea equivocada de nuestro amor. Nuestro amor no eran esas voces y ruidos que escucharon grabado tantas veces. Nuestro amor fue todo lo que hicimos y que ahora circula entre nosotros, entre todos los que en un mismo instante estaremos leyendo una vez, otra vez más, (¡más! ¡más!), la historia de la famosa charla, y a un mismo tiempo, en diferentes sitios y sobre diferentes hojas de papel, una vez más, muchas veces (más, más) de esa historia famosa de amor sintamos juntos el final.